La soledad.
Tal vez nunca hayas sentido el
calor de una soledad en buena compañía. Es casi inexplicable contar cómo la
soledad es capaz de llenarte de gente y conquistarte descuidada hablándote de todo.
Tal vez no sepas que la soledad
es sonora tanto como un estruendo en mitad de la noche, y trae consigo más
emoción de la que uno se piensa. La
soledad, atrevida. Tan atrevida descosiendo los remiendos de malas maneras y
poniendo el alma de muchos patas arriba.
La soledad, descarada soledad.
¿Saben? No es necesario que una
se tenga que marchar al extranjero para darse cuenta de que la soledad está en
cada rincón del mundo esperándote, siempre, con los brazos bien abiertos,
deseando rodearte con sus desmesuradas ganas, bien para regalarte la paz, o
bien para arruinarte la vida. Las dos caras de una misma palabra. Nunca es fácil
adivinar de qué manera va a asaltarte, aunque siempre es mejor andar con pies
de plomo.
Últimamente es ella la que se
digna a hacerme visitas a cualquier hora, prefiere la noche porque se siente
más cómoda con la oscuridad y la falta de abrigo. La falta de abrigo personal,
la de las gentes que deberían estar y no están. Es ella la que me invita a
pasar dentro de mí, la que se toma todos los días un café conmigo, y la que me
recuerda lo lejos que estoy en este instante de mi vida. Yo, en cambio, a veces
la busco, la necesito, no es demasiado buena pero me alivia. Si me falta en un
par de días me consumo, me desencuentro, me pierdo en lo mundano y empiezo a
echarme de menos. Es imprevisible, pero sabe que la necesito, y vuelve, siempre
vuelve. Otras veces, sin embargo, me atormenta. Me atrapa tanto que duele, y
busco todo el tiempo salidas, planes. Busco rehuir de ella, porque tanto me
hace feliz como infeliz al mismo tiempo. Las dos caras de la misma palabra. Maldita
soledad.
Me quiere en la intimidad. Me
ayuda a hablar conmigo misma, a saber más sobre mí, a conocerme mejor. Pero me
exige tanto el silencio que escucho, a menudo, las cosas que nunca quiero
escuchar. Cuando no está, me siento tranquila, yo misma paso a un segundo
plano, me centro en las vistas que alcanzan mis ojos, en personas, en paisajes,
en momentos. Me siento más viva. Y es entonces, cuando me encuentro rodeada de
miradas vibrantes, cuando la echo de menos. No puedo vivir sin ella. Necesito
alimentarla porque ella también lo hace conmigo. Si me falta, yo me ahogo. Si
se excede, me deja sin aire. Sé que quiere hacerlo bien, que solo busca darme
calma, pero ella no entiende de límites. Y es eso lo que me hace odiarla en la misma
medida en que la quiero.
Al final, como con todo en la vida, se coge cariño a todo lo que llena con mayor asiduidad tu tiempo. Por suerte o desgracia. Al final, una llega a la conclusión de que no hay nada más necesario en el mundo que una buena soledad si es en buena compañía.