lunes, 7 de noviembre de 2016

Dos caras

La soledad.
Tal vez nunca hayas sentido el calor de una soledad en buena compañía. Es casi inexplicable contar cómo la soledad es capaz de llenarte de gente y  conquistarte descuidada hablándote de todo.
Tal vez no sepas que la soledad es sonora tanto como un estruendo en mitad de la noche, y trae consigo más emoción de la que uno se piensa.  La soledad, atrevida. Tan atrevida descosiendo los remiendos de malas maneras y poniendo el alma de muchos patas arriba. La soledad, descarada soledad.

¿Saben? No es necesario que una se tenga que marchar al extranjero para darse cuenta de que la soledad está en cada rincón del mundo esperándote, siempre, con los brazos bien abiertos, deseando rodearte con sus desmesuradas ganas, bien para regalarte la paz, o bien para arruinarte la vida. Las dos caras de una misma palabra. Nunca es fácil adivinar de qué manera va a asaltarte, aunque siempre es mejor andar con pies de plomo.
Últimamente es ella la que se digna a hacerme visitas a cualquier hora, prefiere la noche porque se siente más cómoda con la oscuridad y la falta de abrigo. La falta de abrigo personal, la de las gentes que deberían estar y no están. Es ella la que me invita a pasar dentro de mí, la que se toma todos los días un café conmigo, y la que me recuerda lo lejos que estoy en este instante de mi vida. Yo, en cambio, a veces la busco, la necesito, no es demasiado buena pero me alivia. Si me falta en un par de días me consumo, me desencuentro, me pierdo en lo mundano y empiezo a echarme de menos. Es imprevisible, pero sabe que la necesito, y vuelve, siempre vuelve. Otras veces, sin embargo, me atormenta. Me atrapa tanto que duele, y busco todo el tiempo salidas, planes. Busco rehuir de ella, porque tanto me hace feliz como infeliz al mismo tiempo. Las dos caras de la misma palabra. Maldita soledad.

Me quiere en la intimidad. Me ayuda a hablar conmigo misma, a saber más sobre mí, a conocerme mejor. Pero me exige tanto el silencio que escucho, a menudo, las cosas que nunca quiero escuchar. Cuando no está, me siento tranquila, yo misma paso a un segundo plano, me centro en las vistas que alcanzan mis ojos, en personas, en paisajes, en momentos. Me siento más viva. Y es entonces, cuando me encuentro rodeada de miradas vibrantes, cuando la echo de menos. No puedo vivir sin ella. Necesito alimentarla porque ella también lo hace conmigo. Si me falta, yo me ahogo. Si se excede, me deja sin aire. Sé que quiere hacerlo bien, que solo busca darme calma, pero ella no entiende de límites. Y es eso lo que me hace odiarla en la misma medida en que la quiero.

¿Saben? No es imprescindible tomar la decisión de vivir en otro país durante un tiempo para llegar a conocerla. Créanme, no es fundamental hacerlo para verte enfrentada a ella, a la soledad más genial y horrible del mundo. Pero, si es cierto, que una aprende a sobrellevarla mucho mejor cuando convive con ella más a menudo. Y quizás, para recibirla más frecuentemente, es necesario marcharse un poco más lejos de donde debería estar.
Al final, como con todo en la vida, se coge cariño a todo lo que llena con mayor asiduidad tu tiempo. Por suerte o desgracia. Al final, una llega a la conclusión de que no hay nada más necesario en el mundo que una buena soledad si es en buena compañía.